A propósito del libro de Gabriel Garcia Marquez que te estás leyendo: El amor en los tiempos del cólera.....
La muerte y el amor, esos son los temas del Amor en los tiempos del cólera. No hay amor sin muerte y eso lo comprendió Gabriel García Márquez cuando, en un viaje parecido al que nunca terminó Florentino Ariza con rumbo a Santa Fe para olvidarse de Fermina Daza, recaló en Zipaquirá y leyó a don Francisco de Quevedo. Los versos de Amor constante más allá de la muerte de Quevedo fueron definitivos: "Cerrar podrá mis ojos la postrera / Sombra que me llevare el blanco día, / Y podrá desatar esta alma mía / Hora a su afán ansioso lisonjera". Y eso, en efecto, es lo que siente Florentino Ariza el día en que conoce a Fermina Daza: morir, si fuera preciso, por el amor de esa escolar en la que empeña toda la vida y a la que ve pasar tantas mañanas sentado en el parquecito con su "andar de venada", aquella "doncella imposible con el uniforme de rayas azules, las medias con ligas hasta las rodillas, los botines masculinos de cordones cruzados, y una sola trenza gruesa con lazo en el extremo que le colgaba en la espalda hasta la cintura". Esa misma cabellera que, dos años después, Fermina Daza se cortará para jurar fidelidad a un Florentino Ariza inconsolable que la ve partir hacia los pueblos de la sierra y del valle, pues el padre de su venada, don Lorenzo Daza, ha decidido separarlos para siempre.
Pero es una novela de muerte, además, porque comienza con un cadáver: el de Jeremiah Saint-Amour, que se suicida con una dosis de cianuro de oro. Cincuenta páginas más adelante, Juvenal Urbino, su amigo de mesa de ajedrez, muere tratando de bajar su loro de un palo de mango. Ese es el día que Florentino Ariza ha estado esperando durante más de medio siglo y todo el motivo de la novela.
Será porque en este mundo "nada es más difícil que el amor" que Florentino Ariza decide esperarla el tiempo que sea necesario. La espera, primero, durante un buen tiempo sentado en el parque. La aguarda cuando ella acepta su petición de matrimonio. Luego se sienta a escribirle sonetos floridos que le envía a los pueblos por los que ella pasa tras de convencer a todos los telegrafistas del Caribe para que le hagan llegar sus palabras. Florentino Ariza confía, por lo tanto, en que el amor puede derrotar a la muerte. Así, se obstina a pesar de que ella, Fermina Daza, al volver a Cartagena sólo le dice: "No, por favor, olvídelo". Entonces su decisión, y su terquedad, no encuentra otra manera distinta a seguir amando para soportar el dolor de no estar con ella. Y lo comprende mucho después: "El amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo".
A partir de allí, García Márquez hace lo que sabe hacer mejor. Lo que aprendió de Faulkner y de Conrad y de Hemingway y de tantos otros: abrir una elipsis, dejar suspendido un reencuentro que los lectores ya sabemos que sucederá, pero no cómo sucederá. En ese paréntesis Fermina Daza se casa con el prominente doctor Urbino, se va de viaje a París, conoce la tranquilidad del amor, pero jamás se acomoda a no sentir nunca más el ardor que abrigó cuando aún adolescente conoció a Florentino Ariza. Fermina Daza comprende que su verdadero amor ya no es una persona sino una sombra, y que en el matrimonio lo problemático es "aprender a manejar el tedio". Ella sabe que nada tiene remedio y que "la memoria del pasado no redimía el futuro".
Es el libro que siempre soñó con escribir, ha dicho García Márquez. Es, para no obviar la biografía, el homenaje a la historia de amor de sus padres: un telegrafista y una muchacha pudiente. Uno, decía, puede dejarlos ir por las aguas del río de
JCU
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